domingo, 2 de febrero de 2014

Amada en el amado transformada

Yo le supliqué y le grité que no me dejara pero no quiso escucharme; me echó de su casa y nunca salió, ni siquiera se asomó a la ventana.

Yo la amaba, la amaba demasiado, y enloquecía al pensar que algún día pudiera perderla o que alguien más pudiera robármela, por eso siempre la celaba y la protegía. Seguramente eso fue lo que echó a perder las cosas, pero estaba dispuesto a demostrarle que sólo juntos podíamos ser felices.

La busqué durante los siguientes días, y aunque hacía todo para evitarme, siempre pude toparme con ella unos minutos para pedirle que no me dejara. Ella me miraba con desprecio y huía de mí.

Yo seguía protegiéndola, y alejaba a quienes intentaban acercarse a ella, pero siempre supo salirse con la suya, y tuve que tomar medidas más severas para recuperarla.

Así fue como terminó encerrada en mi sótano.

Lo acondicioné perfectamente y lo amueblé para que estuviera cómoda, pero sus constantes intentos por escapar me obligaron a encadenarla a la cama. Ella no entendía que no podía dejarme; que debía estar ahí, por su propio bien, por el bien de ambos.

Poco a poco se fue volviendo más dócil: aceptaba todo lo que le daba de comer, y permitía que le lavara el cuerpo y le cambiara la ropa. Ahora podíamos pasar más tiempo juntos, como antes, mejor que antes.

Pero aún así no siempre me sentía seguro. Algunas noches me despertaba asustado temiendo que hubiera huido o que alguien la hubiera raptado, pero bajaba al sótano y la encontraba ahí, acostada, encadenada, mía. Eso me tranquilizaba.

Un día me convenció para que la soltara. Me prometió que no escaparía, pero rompió su promesa. Eso me puso furioso y tuve que golpearla para hacerla entrar en razón.

Yo nunca hubiera hecho nada para lastimarla, pero ella insistía en dejarme, en abandonarme, en romper todo lo que teníamos juntos. No entendía que debía quedarse conmigo, que era lo mejor para ella.

Entonces se me ocurrió una idea para que nunca más pudiera escapar de mí, para que fuera completamente mía; para que fuéramos uno del otro, uno en el otro.

Ese día limpié el sótano como nunca, lo adorné con flores y velas, y limpié todo su cuerpo con esencias y aceites. Nunca había estado tan bella.

Por supuesto que gritó al principio, cuando hice el primer corte para amputarle la mano, pero eso no arruinó ni un poco su belleza. Luego, sólo se dedicó a llorar, mientras cortaba a la altura de los codos, de los hombros... Pronto quedó desmayada por la pérdida de sangre, lo cual facilitó mucho mi tarea, y corté pies, piernas, muslos. Al final abrí el torso, le quité las vísceras, lo limpié y lo corté en trozos.

¡Qué sensaciones, qué delicioso momento! Al fin podría poseer a mi amada, poseerla de una manera tan íntima y personal como nunca antes ni después hombre alguno poseería a una mujer.

Despegué la carne de los huesos, la junté, la limpié y la llevé arriba. No fue nada fácil, pero con cuánto gusto lo hice; ella se habría sentido orgullosa al verme, al ver lo que hacía por nosotros, por nuestra relación.

Los días siguientes, no sabría decir si fueron semanas o meses, me dediqué a consumar nuestro amor, a comer aquella carne adorada en un acto que mezclaba cuerpos y almas.

Al fin era mía, al fin éramos uno, y esta vez no podría dejarme, porque ahora habitaba en mí, en mi carne y en mi sangre, y su esencia mi acompañaría hasta el último de mis días.

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